Carta desde la angustia, la bronca, la razón, el amor y el compromiso.
Estamos al borde del abismo, como una sociedad que se presume humana. El genocidio en Argentina ha sembrado, no sólo de horror y crimen, el alma de los normales, sino que además inyectó el disvalor del egoismo y la violencia, en el colectivo social de un País errático. Durante tres décadas, hemos alimentado la mediocridad y la maldad solapada. Aceptamos nos fijen normas de convivencia, los cómplices de la deshonestidad y la moneda pecaminosa. En esa ruta de superar las trampas de una escala axiológica, dominada por el cinismo y la hipocrecia, hemos vuelto a ser víctimas de la oquedad y la sinrazón. Hoy, los esfuerzos, los sacrificios, los martirios, de mi pueblo valiente y generoso, han sido consumidos por el fuego verdugo de los que ostentan el poder político, económico y social. La descomposición es manifiesta, está viralizada. La Argentina vive una etapa terminal, con un orden jurídico y moral, derrotado. Existe un sólo poder, la violencia alimentada por un Estado pavoroso.
Cómo docente universitario, como abogado conocedor del Derecho, cómo periodista comprometido con la ética y la verdad, cómo funcionario público marcado por la honradez y el servicio, cómo hombre de la política secuestrada, cómo hermano de un desaparecido por la Dictadura genocida, cómo militante perseguido y asilado por el ACNUR, cómo Ciudadano Ilustre de La Plata, cómo un hombre común que vive de y por sus ideales, cómo el abuelo de Camila y Alfonsina, asevero que estamos ante la minifiesta presencia del TERRORISMO DE ESTADO.
No le temo a la violencia, por que la sufrí. No le temo al futuro, por que abrazo la historia en la lucha de mi pueblo. No le temo a la ignorancia del poderoso, por que supe combatirlo. No le temo al fracaso, por que ya fracasé. No tengo miedo. 
Desde alguna nube de esperanza, en el día esperado por el corazón.