Aquellas Fiestas en la vereda, sin entraderas ni motochorros
* Por Matías Crowder.- Hacia tanto calor, en La Loma, que los vecinos ya habían pasado casi todo diciembre, llegada a tarde, en las puertas de sus casas tomando mate. Muchos sacaban a la vereda las reposeras, mientras hablaban con otros vecinos, viendo a los niños jugar en la calle. Entonces esperar “la fresca”, como le decían, se podía hacer con total libertad, no había el más mínimo peligro.
Hacia tanto calor, en La Loma, que los vecinos ya habían pasado casi todo diciembre, llegada a tarde, en las puertas de sus casas tomando mate. Muchos sacaban a la vereda las reposeras, mientras hablaban con otros vecinos, viendo a los niños jugar en la calle. Entonces esperar “la fresca”, como le decían, se podía hacer con total libertad, no había el más mínimo peligro. No había entraderas ni motochorros. Y se solía hacer hasta las doce o una de la madrugada. “La fresca” refrescaba muy poco, era tan solo un airecillo cálido que soplaba desde el Río de La Plata, un alivio para quienes dentro de las casas no podían dormir. Nadie en todo el barrio tenía un aire acondicionado y los ventiladores de techo aún eran un lujo. El más afortunado tenía una Pelopincho.
Alguien ayudaba al “Rengo”, como le decíamos al hombre de piernas retorcidas, impedido de caminar, que pasaba quiniela en La Loma, y que andaba por el barrio en una bicicleta de tres ruedas adaptada, a cambiar de silla. Olía muy fuerte al perfume de los tilos y las chicharras seguían, inagotables, con ese chirrido que parecía aumentar el calor, como si ni siquiera durmieran. Los niños aprovechábamos la noche para salir a dar vueltas por el barrio. La noche era un gran desconocido para todos nosotros y el verano el tiempo para los paseos nocturnos.
Esa noche, sin embargo, era la gran noche. La de fin de año. Todo el mundo se vestía con sus mejores pilchas, porque se cenaría y luego, cuando dieran las doce, el kiosco El quijote, de Avenida 44 y 15, haría sonar una sirena. Los niños tirarían petardos, los vecinos saldrían con sus copas de sidra a brindar con otros vecinos y dar el “feliz año” y se quemarían muñecos. En la esquina de 44 y 17 durante las últimas semanas se había estado construyendo uno con una banda que decía 1980. Para mí era el primer muñeco que vería quemar de mi vida, supongo que con anterioridad ya se quemaban en La Plata -hablo de cuarenta años atrás-, pero para mí era el primero. Luego se harían famosos, símbolo de la ciudad. Pero por entonces no era más que un pasatiempo que resumía, en su simpleza, las ganas de terminar el año, de quemarlo, de hacerlo explotar. El muñeco era muy básico. Apenas tenía forma humana. Y tenía tanta munición como para arder, como ardió, hasta la madrugada siguiente.
De ese barrio de los años 80 quedan muy pocos vecinos. Los edificios, al menos lo que se levantaron en calle 43, trajeron el anonimato, y la inseguridad todo lo demás. Los tiempos de antes nos parecen hermosos, quitamos las discusiones familiares, las penas, el pariente borracho, desconocíamos como niños si alguien tenía deudas, si le iba mal. Si alguien tenía entre los suyos a algún desaparecido. Eso tenía la niñez. Para los niños la quema de muñecos era pura atracción pirotécnica. Para los adultos había algo reparador en el fuego, lo entendería mucho más tarde.
Hoy, mejor realizados y decorados, más “producidos”, la quema de muñecos de año nuevo se ha convertido en el símbolo distintivo de La Plata.
* Matías Crowder es periodista y escritor platense radicado en Catalunya. En marzo de este año Editorial Marea publicará su último trabajo, “Los jueves de redención”, novela que trata sobre “los vuelos de la muerte” de la dictadura militar.